Ciclos cortos para tiempos largos

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Trabajadores del organopónico de la EPASEEl organopónico se dio más rápido que una habichuela. Y 45 días, que es lo que Chola demora en cogerlas, son un parpadeo a sus 82 años.

Ese podría haber sido un tiempo muerto, metafóricamente. La breve futilidad en medio de los 30 000 días que se le han ido acumulando sobre sus 206 huesos, como trofeo. Uno a uno, hasta terminar presumiendo por casi todos: por haber sido deportista, por haber trabajado “en una pila de lugares”, por no tenerle miedo a nada, porque todavía lo acompañan las fuerzas para sostenerse y, por último, “por llegar a ver un cambio tan grande”.

—Aquí yo pienso retirarme… Bueno, retirarme no, que ya yo me retiré una vez —aclara Chola, y empieza a reírse del disparate que acaba de soltar.

Lo que Rolando Espinosa Lemes quiere decir, y no dice, es que allí se va a morir un día. Entonces, todos habrán de seguirle la rima a sus dicharachos con el alias a cuestas, porque nadie le dirá Rolando; y menos recordarán sus apellidos. Demasiado protocolo al que él rehúsa este martes debajo de una sombrita, mientras coge un 10 con la periodista y se le van 20.

Osmany Costa Reyes, el director de la Empresa Provincial de Abastecimiento y Servicio a la Educación (EPASE) no me había anticipado lo de Chola, solo lo del organopónico. Un pedacito de tierra que llegó a ser mediático por lo más “contradictorio”: que una empresa ajena a la agricultura comenzara a explotar unos canteros para que sus trabajadores almorzaran mejor y los vecinos tuvieran precios “por debajo de la calle”.

Sin embargo, lo contradictorio —creo ahora— vendría siendo que la EPASE le pague 3600.00 pesos cada mes a la Agricultura Urbana. El precio del arrendamiento. El precio de poner a producir un solar yermo del que alguna vez, hace mucho tiempo, salieron verduras. Pagar para que el dueño de la tierra te deje hacer lo que él no ha hecho. Pagar el favor, como si el favor, en sí mismo, no fuera hacerla parir.

Pues por ese monto, más o menos, se calculó Chola sus ingresos. Llegó creyendo que le sumaría unos pesitos a la jubilación y ahora se presenta como el dueño de la finca. “¡Óigame!, si es el 70 por ciento de lo que hagamos, esto es de nosotros, esto es mío”, insiste, y se da las palmaditas en el pecho con la mano que no sostiene la guataca.

Osmany lo secunda. Los cuatros obreros del organopónico de la EPASE empezaron ganando alrededor de 4000.00 pesos, un sueldo bajísimo para una empresa que, al cierre de mayo, promediaba 10 096.00 pesos. Por eso fue que estableció un nuevo sistema de pago para ellos en el que, luego de cubrirse los gastos, el 70 por ciento de las ventas va a sus bolsillos.

“Si los gastos aquí andan por los 20 000.00 pesos y ayer vendieron más de 2000.00 pesos, saca la cuenta del mes para que veas”, me anima Osmany.

Multiplico, resto, divido… Chola, Rafael, Eduardo y Fredy pueden sumarle 5000.00 pesos más a sus ingresos y rozarían la media de la EPASE, cultivando 64 canteros de 31 metros cada uno, una hectárea en total. Un pedacito que les ha hecho la gran diferencia.

“¿Y se dividen el trabajo a partes iguales?”, pregunto casi más por mortificar a Chola, que tiene 82 y presume, además, de mayorear a Rafael, de 64, a Eduardo de 53 y a Fredy de 39, ausente en la foto grupal.

“Lo ideal sería diferenciar; yo digo que cuando un caballo tiene dos dueños se queda sin tomar agua…”. “¿Cómo?”, le replico a Osmany, que carcajea mientras traduce “que cada dueño asume que el otro es quien le va a dar agua a la bestia y al final…”.

Sin embargo, a los 82 años eso ya no le preocupa a Chola. Sabe que halar parejo no siempre es posible ni pagar parejo es siempre justo. Sus zozobras van a los canteros de pepino que la lluvia dañó, hojas amarillas del agua empozada y pepinos que no han crecido al ritmo esperado. Lo demás va floreciendo sin contratiempos. Cilantro, remolacha, espinaca, rábano, lechuga, ají…

Hay una tablilla que muestra la variedad y los precios. La libra de pepino, por ejemplo, es a 20.00 pesos para la población, y si eres trabajador de la EPASE, la compras a 10.00. Así es con todos los productos, precios diferenciados con un margen pequeño por encima de los costos. Un organopónico que no está pensado para darle ganancias a la empresa, sino para darle de comer a su gente y al Consejo Popular que la bordea.

Aunque, a veces, a Osmany le es difícil convencerme. Sobre todo, si empieza a mirar con esa astucia de viejo empresario y matemático empedernido el ecosistema que ha creado y dirige con dotes de economía circular: valor añadido. Valor en todo.

En las flores de muerto que son la barrera repelente de insectos, cocimiento y, dentro de poco, de docena en docena, venta para Comunales; en la maleza que arrancaron y se pudre bajo una manta para volver a su sitio, convertido en abono orgánico para las verduras; en el king grass que dejaron intencionalmente dentro del perímetro y comercializan por mazos para comida animal hasta tanto tengan ellos sus propias gallinas; en el humus de lombriz que aprendieron a hacer y solo los torrenciales de estos días han retrasado… Todo tiene un fin y no escatiman medios. El azar allí no florece.

De ahí que el director deba admitir que se puede tener un enfoque social al producir alimentos y obtener de ello dividendos estimulantes. Nadie sale perdiendo; incluso, la ganancia ha sido, también, crear vínculos con otros actores. Por el organopónico han desfilado unos cuantos explicando saberes y, cuando no han venido, la EPASE ha ido.

Desde las redes sociales lo muestran en detalles.

Hoy el recuento es feliz. O, al menos, esa parte de la historia, porque esta felicidad no siempre estuvo precedida de otra felicidad.

Orígenes y genes

Aquello era insostenible. Todavía no recuperan la inversión, si bien la EPASE es una empresa ganadora, con utilidades que cerraban mayo al 154 por ciento y ventas netas al 153 por ciento (ahí la comparación es importante porque demuestra que no se han obtenido resultados a base de incrementar precios) y él lo pensó como un proyecto rentable, a futuro.

La ironía de ciclos cortos para tiempos largos pudo haber salido de su cabeza, acostumbrada a robarse la arrancada de cuanta cosa haya que hacer y ver oportunidades en donde otros ni siquiera miran.

Así fue: una semana después de que lo “emplazaran”, se fue a desbrozar la improductividad. Las imágenes que posteó el 13 de enero en sus redes sociales de Internet no compaginaban con la tarea. Se veían demasiados felices para semejante desmoche y el 21 de febrero, a 40 días del primer machetazo, ya tenían 16 canteros sembrados, empezaban a vender verduras en una mesita improvisada, mientras regaban con agua de pipas y seguían con las mismas caras.

“¡Oiga!, una habichuela se mete más tiempo”, compara Chola, con esa nítida manera que tiene de entender el campo. “Yo no esperaba resultados tan rápido, la verdad”, añade.

Pero la verdad sea dicha: de Osmany se puede esperar cualquier cosa (en el mejor sentido). La cerca vino de uno de los 87 contratos que tiene con las formas de gestión no estatal; la vieja turbina que quedaba a unos dos kilómetros, debajo de unos silos de cemento que pertenecieran a una empresa constructora, atendida desde Las Tunas, terminó pasando de 440 volts a 220, y el eléctrico tunero en una videollamada para que destrabara “aquel enredo de cables”. La tubería inservible, con tramos perdidos o sustraídos, fue renovada con tubos hasta de Santiago de Cuba, y el 4 de abril posaban en Facebook con chorros de agua y parecían niños felices.

Mayo los bendijo con aguaceros, todos los canteros plantados, un menú estable y muy barato en el comedor, comercialización casi diaria en un punto de venta construido, custodios que velan la huerta…, el sostenimiento de “lo sembrado”. Un empeño que imitan una treintena de entidades en la provincia sin que hasta ahora ninguna otra haya podido, en tan corto tiempo, hacer tanto.