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    El sano orgullo de alfabetizar

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    Blanca Rosa Rodríguez Reyes

    La avileña Blanca Rosa Rodríguez Reyes es una de los cientos de miles de cubanas y cubanos que participaron en la épica hazaña de la alfabetización.

    Mamá Rosa y papá Carmelo lo esperaban. Sabían que ella estaba decidida. Se los había afirmado: “Yo sí voy”. No aguardaron muchos los progenitores. Alegre y vocinglera, en la plenitud de sus 14 años, Blanquita irrumpió en la casa y a voz en cuello les dijo: “Me aceptaron”. Y los tres se fundieron en un cálido abrazo.

    Es diciembre y el aniversario LXI de la declaración de Cuba como Primer Territorio Libre de Analfabetos en América toca a las puertas. Fue el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz quien, a un año del inicio de la campaña, anunciara públicamente este noble propósito.

    Blanca Rosa Rodríguez Reyes ―Blanquita― sigue ágil, alegre, vivaz e inquita, a pesar de los 76 almanaques que ha dejado atrás y que, sin embargo, no han opacado el brillo de sus bellos ojos verde que atesoran los recuerdos de aquellos días.

    “Entonces era estudiante en la secundaria urbana Frank País y ya militaba en la Asociación de Jóvenes Rebeldes (AJR). Eso me motivó a dar el paso al frente, también la fe que tenía ―y la mantengo― en aquella Revolución que, todavía hoy, enfrentando desmedidas dificultades sigue avanzando, y el ejemplo de mis padres.

    “A los pocos días fuimos para Varadero. Allí recibimos las instrucciones para realizar la campaña alfabetizadora, nos entregaron los uniformes que nos identificarían como integrantes de la Brigada Conrado Benítez, el resto de los materiales y el farol. Un grupito fuimos a parar al oriente cubano: un sitio entre Las Tunas y Holguín, el crucero de Gastón, hasta llegar a la cooperativa Pedro Lantigua, donde tenía que alfabetizar a cinco personas”.

    Su nuevo hogar fue el humilde bohío de Antonio Verdecia y su familia, integrada por Amelia Pérez y su pequeña hija. “Fui para ellos una hija más. Me brindaron todo lo que tenían que era bien poco. Los enseñé a escribir y a leer, al matrimonio y a otra tres personas”.

    Pronto Blanquita se habituó a la rutina diaria. “Por el día yo participaba en las labores agropecuarias, ayudaba a los trabajadores en distintas faenas. Yo les daba clase a dos mujeres por el día y a los obreros lo hacía en horario nocturno. Aprendí a conocer la dura vida del campo. Vi de cerca lo humilde de aquellas personas, te puedo afirmar que aprendieron con nosotros y nosotros nos nutrimos de sus conocimientos”.

    Narra Blanquita que los domingos tenían que participar en la reunión con los supervisores para analizar la marcha de la alfabetización. “Hacíamos el trayecto a pie. Algunos de ellos nos acompañaban para que no nos fuera a suceder algo”.

    Me confiesa que al principio los estudiantes se mostraban como apenados, fuera de lugar, serios, “pero eso les duró poco, pues teníamos maña para sacarle las palabras y la risa. En breve formamos un buen equipo ellos y yo. La muchachita de los grandes ojos verdes ―como me decían― se los había ganado”.

    De entre sus recuerdos saca una curiosidad “Mira, uno de mis muchachos sabía leer, pero no escribir; le pregunte el porqué. Apenado me dijo que él conocía las letras, pero que no las podía ordenar. Oiga, me costó trabajo, pero él aprendió como los demás”.

    Con el paso de los meses la misión encomendada por Fidel llegaba a su fin. “Con sano orgullo leí las breves carticas dirigidas al Jefe de la Revolución. En todas le mostraban el agradecimiento por haberlos sacado de la ignorancia. La alegría a cada uno le salía por los poros”.

    Blanca Rosa hace una breve pausa, la mirada se le ilumina. Sonríe y cuenta: “En septiembre de ese año cumplía mis 15, para mi sorpresa, allí en la cooperativa, se apareció mi mamá. No dejó pasar por alto la fecha.

    “Claro, no hubo ni vestido largo ni vals y sí un pequeño guateque organizado por mis pupilos y la gente de la cooperativa, y todo eso en medio de la alfabetización”.

    Llego la hora de recoger los matules. La despedida fue como casi todas. Hubo besos, abrazos, promesas de regresar y pupilas húmedas. “Recuerdo que un tren larguísimo nos recogió. Cada coche era un hervidero de chistes, remembranzas, anécdotas, pero nadie habló de miedo ni arrepentimiento. Esta es la verdad”.

    Así llega a la Habana. En la capital numerosos alfabetizadores fueron alojados en casas de familia y otros para Tarará. Luego irían al acto en la Plaza de la Revolución José Martí. “Fue algo grandioso; allí también hubo besos y abrazos, conocí nuevos amigos y amigas, pero cuando llegaron los dirigentes el sitio se inundó de vivas a Fidel y a la Revolución.

    “Él ―Fidel― se notaba muy alegre, orgulloso de aquel gigante ejercito vencedor de la ignorancia. Alguien de la multitud preguntó que más debíamos hacer y de forma vehemente Fidel repetía Estudiar, Estudiar, estudiar… Yo solicité una beca y me enviaron para La Escuela Vocacional para Maestro de Primaria Minas del Frio, en la Sierra Maestra”.

    Blanquita no pudo terminar su carrera en el magisterio. En el tercer año tuvo que abandonar los estudios, pues le había nacido su primogénito Rafael con una severa dolencia: Síndrome de Down. Pusy, como le dicen, ya cumplió 57 años. A él se ha dedicado en alma, corazón y vida. José Luis, de 46 años, es su segundo vástago. Durante años la otrora brigadista Conrado Benítez trabajó en la Unión de Jóvenes Comunistas, en funciones administrativas.

    ― ¿Añoranzas?

    ― Sí, por supuesto. A veces en mis pensamientos regreso a aquella cooperativa y me encuentro con nuestros agradecidos leyendo un libro o un periódico. Entonces me vuelve a salir el sano orgullo de ser una más de las brigadistas Conrado Benítez, una más del ejercito de alfabetizadores que, en apenas un año, habían cumplido con el proyecto de Fidel ante América y el mundo”.

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